Y si el Espíritu de aquel que levanto de los muertos a Jesús mora en
ustedes, el que levanto de los muertos a Jesús vivificara también vuestros
cuerpos mortales por su Espíritu que mora en ustedes. Romanos 8.11
Nos referimos a un conjunto de conductas
caracterizadas por episodios reiterados de descarga de angustia sobre sí mismo.
El cuerpo se transforma en el receptor de estas descargas pasando directamente
la vida emocional al cuerpo como dejando una huella visible de lo que el alma
esconde.
Si buceamos un poco antropológicamente o
culturalmente, la flagelación del cuerpo estaba ligada religiosamente a un
castigo. Una manera de pagar por algún mal hecho. Los azotes, eran métodos de tormento.
Para la iglesia católica durante el periodo de la inquisición la mortificación
del cuerpo fue un modo de purificar el alma, de pagar pecados.
El ascetismo, (Negar los placeres del cuerpo
materiales para purificar el espíritu) era la forma de mortificar el cuerpo
como vía de santificación del alma. Era unirse a la pasión de Cristo y
participar en sus sufrimientos y redención por privación o por padecimientos.
Podríamos escribir muchísimo más acerca de esta distorsión
religiosa y filosófica que el ser humano culturalmente ha sostenido y
trasmitido en algunas comunidades y que aún hoy se sigue creyendo y practicando
de diversas maneras. Pero lo cierto es que el día de hoy muchos adolescente y
jóvenes (también algunos adultos) siguiendo una línea algo parecida, lastiman
su cuerpo. Se infligen cortes en los brazos hasta sangrar. Se clavan sus uñas.
Se tiran y quitan mechones de cabello. Se golpean la cabeza. Se provocan
quemaduras en última instancia hablaríamos hasta de suicidio ¿Qué extraño
placer puede encontrar alguien en realizarse semejante daño? ¿Por qué una
persona llega a conducirse así? ¿Qué busca? ¿Qué le falta? ¿Qué piensa al hacer
esto? Estas y otras preguntas son las que surgen cuando nos paramos frente a
esta realidad.
Detrás de este síndrome hay un corazón lastimado. Un
desorden en la vida emocional y en la imagen de sí mismo. Hay también algo del
orden de la culpa inconsciente. Un predominio de la pulsión de muerte. Un dolor
que no cesa y que sangra o necesita sangrar para sentirse vivo.
Si analizamos un poco nuestro contexto, cada vez el
adolescente o el joven (no se eximen los más adultos también) necesita dejar
“marcas”, casi todos y todas usan tatuajes en alguna o varias partes del
cuerpo. Los piercings, los expansores en las orejas, colores en el pelo y grafitis
en todas las paredes aparecen como murales de una sociedad que necesita dejar
una marca. En cierto orden lastimarse también “deja marcas” porque los procesos
identificatorios en la adolescencia están fallando. Si a este contexto social
en crisis se le suma la angustia de otros dolores, a veces el resultado es
infligir en autolesiones a modo de extender en el cuerpo el sufrimiento del
alma.
No es fácil salir de estos estados, pero estamos
seguros de que no es imposible. Lo primero es poder reconocer el problema y
definirlo como un problema en la salud física pero también emocional y
espiritual. Negarlo o pensar que “Ya se va a pasar” solo arriesga la
posibilidad de encontrar la salida. Luego es importante buscar ayuda. Si te
sientes identificado con esta problemática, necesitas hacérselo saber a alguien
con autoridad y empatía para comprenderte y acompañarte.
Desde nuestra
mirada, aseguramos que el encuentro con Jesús puede curar todas tus heridas. Primeramente,
las de tu corazón que llora en silencio, pero luego cada herida de tu alma
puede encontrar restauración en la amistad y en los brazos del Señor. Él puede
ser padre, madre, hermano y amigo. Hacerte conocer la paz y el amor que
necesitas para sentirte seguro contenido y conectado con la vida. El lleva las
marcas de tu dolor, no hace falta que vos las lleves.